En el marketing moderno, donde tanto se habla de algoritmos, data y automatización, hay algo simple que se deja de lado: el éxito o el fracaso de cualquier estrategia comercial depende, en última instancia, de la calidad de la relación entre quien contrata y quien ejecuta. Detrás de cada campaña genial o cada iniciativa fallida, hay personas. Personas que pueden construir puentes o cavar pozos, que pueden sumar o restar, que pueden convertir un proyecto en un éxito compartido o en un duelo de egos donde todos pierden, especialmente el negocio.
Como Director, he visto ambos escenarios. El ideal —aquel que debería ser la norma pero muchas veces es la excepción— es una relación de transparencia radical. Implica un cliente que no solo comparte sus métricas de éxito, sino también sus dolores ocultos, sus fracasos internos, sus limitaciones presupuestarias reales. Y del otro lado, una agencia o consultora que no vende humo, que no promete lo imposible, que tiene la humildad profesional de decir «no lo sabemos, pero lo vamos a estudiar» y la integridad de asignar al equipo adecuado.
Pero también hemos visto la otra cara: esa dinámica tóxica que surge cuando alguna de las personas actúa con mala fe. Cuando desde el primer día trata a la agencia como un mero proveedor prescindible, microgestionando cada detalle, ocultando información clave y cambiando el rumbo sin considerar plazos ni presupuestos. O cuando del otro lado se prioriza la facturación sobre el resultado, se venden capacidades que no se tienen, rotando equipos sin aviso o ejecutando el proyecto al pie de la letra pero sin la curiosidad intelectual de cuestionarlo, de mejorarlo, de hacerlo propio.
El costo de estas dinámicas disfuncionales no se mide solo en horas improductivas o en reprocesos. Se mide en campañas que llegan tarde al mercado, en mensajes inconsistentes, en inversiones publicitarias que se diluyen sin generar impacto real. Se mide, en definitiva, en oportunidades comerciales perdidas. Porque cuando la desconfianza ocupa el lugar de la colaboración, el ingenio se dedica a protegerse de la otra parte, no a innovar para el mercado.
La solución no está en contratos más detallados ni en cláusulas de penalización más duras. Está en construir una cultura donde los incentivos estén verdaderamente alineados. Donde una parte del éxito de la agencia dependa del éxito comercial del cliente, no solo de las horas facturadas. Y donde el cliente entienda que apretar el presupuesto hasta la asfixia no es un ahorro, sino un camino directo a la mediocridad creativa.
Requiere, sobre todo, reemplazar la cultura de la culpa por la cultura del aprendizaje. Preguntarnos «¿qué podemos mejorar juntos?» en lugar de «¿quién tuvo la culpa?». Compartir dashboards en tiempo real, hacer reuniones de post-mortem sin jerarquías, crear espacios donde un joven diseñador pueda señalar un error estratégico con la misma legitimidad con que un director cuestiona una ejecución.
Al final, el marketing sigue siendo, a pesar de toda la tecnología, un trabajo de equipo. Un equipo que trasciende las paredes de una sola empresa. Y en ese equipo, la confianza, el respeto profesional y el compromiso genuino con un objetivo común no son elementos accesorios. Son el cimiento. Porque se puede cambiar de plataforma, de herramienta, de tendencia. Pero una relación profesional rota por la desconfianza es la única variable que, una vez dañada, condena cualquier esfuerzo a la irrelevancia comercial.




