Hay monopolios abusivos, y luego está la vida. No hay competencia, no hay alternativa, no hay opción de cambiar de proveedor. Te toca esta existencia y punto. No hay libro de reclamos que valga, ni número de atención al cliente que atienda tus quejas. Cuando el sistema falla —y falla constantemente— solo queda apretar los dientes y seguir, porque no hay otra versión disponible.
Imagínate por un momento que la vida fuera una empresa cualquiera. Una de esas que te cobra por respirar, por amar, por sufrir. Una que no ofrece garantías, cuyo soporte técnico es inexistente, y cuyas actualizaciones son lentas, torpes y, a menudo, dolorosas. ¿Cuánto tiempo sobreviviría en el mercado real? Probablemente, muy poco. Pero aquí estamos, atrapados en este contrato unilateral, sin posibilidad de rescindir.
Lo curioso es que, si hubiera competencia, las cosas serían distintas. Si pudiéramos elegir entre distintos modelos de existencia —una vida premium con menos imprevistos, una básica con publicidad, una versión beta llena de bugs pero emocionante—, tal vez el proveedor se esforzaría más. Mejoraría el servicio. Ofrecería algún tipo de compensación por los errores. Pero no. Este es el único plan disponible, y viene con cláusulas abusivas: envejecerás sin preguntar, sufrirás sin explicación, y el único manual de usuario es un conjunto de consejos contradictorios que otros monopolios (la religión, la filosofía, la ciencia) intentan venderte como consuelo.
A veces pienso que nuestra única forma de rebelión es convertirnos en usuarios molestos. Esos que no se conforman, que hackean el sistema, que buscan atajos donde no los hay. Los que, en lugar de aceptar las condiciones impuestas, las desafían con arte, con risa, con rabia, con preguntas incómodas. Porque si no podemos cambiar de proveedor, al menos podemos dejar en evidencia lo pésimo que es el servicio.
Y tal vez, solo tal vez, si nos quejamos lo suficiente, algo cambie. O quizás no. Al fin y al cabo, ¿quién escucha las quejas de un cliente cautivo?