El marketing moderno ha perfeccionado el arte de reciclar viejas ideas y venderlas como revolucionarias. Vivimos en la era de la obsolescencia programada no solo de productos, sino de conceptos enteros. Cada cierto tiempo, la industria declara muerto lo que ayer era imprescindible y nos presenta el nuevo salvavidas que todos debemos adoptar inmediatamente. El resultado es este circo interminable donde corremos tras tendencias que desaparecen antes de que aprendamos a pronunciar sus nombres.
Recordemos el caso del metaverso. En 2021, las grandes marcas compraban terrenos virtuales a precios absurdos y los gurús pronosticaban que pronto haríamos todas nuestras reuniones con avatares. Dos años después, esas mismas voces declaraban su muerte súbita y nos urgían a subirnos al tren de la IA generativa. Hoy, cuando recién empezamos a entender los basics del prompt engineering, ya nos hablan de computación cuántica para pymes. El patrón es claro: primero nos venden el miedo («adáptate o muere»), luego la prisa («es ahora o nunca») y finalmente la vergüenza («eso ya es cosa del pasado»).
Lo más irónico es que el único negocio realmente sostenible en este ecosistema es el de vender la próxima gran tendencia. Mientras las consultoras facturan millones con informes sobre el «futuro del marketing», las pymes reales – esas que necesitan vender más zapatos o facturas – quedan atrapadas en una carrera sin fin. Gastan sus magros presupuestos en cursos para monetizar NFTs que nadie usa, en certificaciones de herramientas que quedarán obsoletas en seis meses, en contratar «expertos» que solo saben repetir los buzzwords del momento.
Los consumidores no estamos mejor. Nuestras casas se llenan de dispositivos y suscripciones que pronto serán reliquias de «la era pre-[inserte aquí el último término cool]». Compramos productos diseñados para dejar de funcionar, pero también ideas y estrategias con fecha de vencimiento. Todo en nombre del progreso, aunque ese progreso se parezca demasiado a dar vueltas en círculos.
Frente a este panorama, quizás la verdadera innovación sea resistir. Aplicar lo que podríamos llamar «marketing de la desobediencia»: esa práctica herética de ignorar los cantos de sirena y enfocarse en lo que realmente funciona. Como la regla de los dos años: si una tendencia no existía hace 24 meses, probablemente no sea esencial para tu negocio. O el test de la abuela: si no puedes explicarle el beneficio concreto en una frase sencilla, es humo. A veces, la estrategia más revolucionaria es rescatar esas viejas tácticas «aburridas» que siguen dando resultados: el buen email marketing, la fidelización genuina, el producto bien hecho.
Al final, la única tendencia que perdura es esta máquina de generar nuevas tendencias. Un sistema perfecto donde el fracaso nunca es del gurú que vendió humo, sino del empresario que «no supo implementarlo a tiempo». Donde lo único constante es nuestro propio miedo a quedarnos atrás. Quizás el verdadero skill del siglo XXI no sea aprender cada nueva tecnología, sino desarrollar el criterio para distinguir entre lo que brilla y lo que realmente alumbra. Entre lo nuevo y lo necesario. Entre la moda y el progreso real. Mientras tanto, seguiremos bailando este vals absurdo, disfrazando de revolución lo que muchas veces no es más que el mismo perro con distinto collar.