Block de Notas

Drogas, Poder y la Máquina que Devora a Sus Propios Ídolos

En el mismo corazón de los pasillos del poder y entre los ecos humeantes de los backstages del rock, se repite un guion perverso, antiguo y cansado, pero que nunca pierde vigencia. Es el ritual de la autodestrucción consentida, alimentada por aplausos y silencios cómplices. Aquí, la corrupción y el exceso no son anomalías; son el deporte favorito, el espectáculo que todos observamos con morbosa fascinación hasta que la tragedia estalla. Entonces, acto seguido, volvemos la mirada hacia otro lado.

Los medios de comunicación —ésos que deberían ser faros de crudeza y contrapeso— con frecuencia se convierten en narradores entusiastas de la decadencia. Romanticen la figura del rockero destrozado por las drogas, del político “vivo” que “se las sabe todas”. Con titulares glamorosos y perfiles que mitifican el exceso, no informan: celebran. Alimentan la misma máquina que después devorará a sus personajes estrella. No hay gracia sin caída, no hay ascenso sin potencial derrumbe. Y ellos saben que la audiencia, en el fondo, consume ambos actos con igual voracidad.

Es un ciclo predecible y cruel. Tanto el rockstar como el funcionario comienzan creyendo que están transgrediendo, que son más astutos que el sistema, que ellos sí pueden controlar el juego. Lo que no ven es que el juego está amañado desde el inicio. Su entorno —ese coro de asesores, managers, colegas y “amigos”— no está ahí para contenerlos, sino para alentarlos a profundizar el vacío. Le pasan el vaso, la línea de cocaína, el sobre con dinero. Son los facilitadores de la ruina, los mismos que después, cuando suena la sirena de la ley o cuando el cuerpo colapsa, se esfuman. No hay lealtad en un ecosistema que valora el espectáculo por sobre la persona.

La caída siempre es solitaria. Mientras el político enfrenta a la justicia o el músico yace en una clínica, el mismo sistema que los encumbró los abandona a su suerte. Son reemplazados de inmediato, porque la función debe continuar. Siempre hay un nuevo talento hambriento de fama, un nuevo aspirante ávido de poder, esperando en la fila para subir al escenario y cometer los mismos errores, convencido de que a él no le pasará.

Pero ¿y si la verdadera transgresión, el acto más radical y rockero, fuera decir no? ¿Rechazar el vaso, devolver el maletín, apagar las cámaras y elegir la integridad por sobre el aplauso instantáneo? La única manera de romper este ciclo es dejar de ser parte del público que lo alimenta. Dejar de glorificar la decadencia y empezar a exigir, desde nuestro lugar de ciudadanos y fans, algo más digno. Porque al final, el poder y la fama son espejismos; lo único real es la persona que queda cuando se apagan las luces. Y esa persona, tarde o temprano, tiene que vivir consigo misma.

por Pablo Ruda

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