La Ciudad de Buenos Aires se mira al espejo. De un lado, el reflejo de una metrópoli vibrante, culturalmente efervescente y con un imán turístico innegable. Del otro, una imagen que empieza a mostrar fisuras en su capacidad para competir en la liga de las grandes capitales globales de negocios y eventos. El inminente cierre de Costa Salguero no es una anécdota, es un síntoma que nos obliga a una pregunta incómoda: ¿Estamos dispuestos a ceder terreno o vamos a apostar en grande por nuestro futuro?
Contar únicamente con el predio de La Rural, por más emblemático y funcional que sea, es como querer correr una maratón con un solo pulmón. El turismo de reuniones, o MICE por sus siglas en inglés (Meetings, Incentives, Conferences, and Exhibitions), no es un lujo para ciudades ociosas; es un motor económico enorme que muchos subestiman y una herramienta de posicionamiento internacional de primer orden. Y hoy, Buenos Aires corre el riesgo de quedarse sin el combustible necesario para alimentarlo.
La inversión en un nuevo centro de exposiciones de envergadura internacional no debería ser un tema de debate, sino una política de Estado urbana. Hablamos de un proyecto que trasciende ladrillos y cemento. Hablamos de atraer un flujo constante de visitantes con un poder adquisitivo que multiplica varias veces al del turista convencional, dinamizando hoteles, restaurantes, comercios y toda una cadena de valor que genera empleo de calidad y bien remunerado.
Pensemos en el derrame económico. Las cifras, incluso las más conservadoras, son elocuentes: millones de dólares anuales que podrían irrigar la economía porteña. ¿Nos podemos dar el lujo de decir que no a semejante oportunidad? Cada congreso internacional, cada feria de renombre que hoy no podemos albergar por falta de infraestructura adecuada, es una oportunidad perdida, son divisas que no ingresan, son puestos de trabajo que no se crean.
Pero el impacto va más allá de la billetera. Un nuevo centro de exposiciones es una declaración de intenciones. Es decirle al mundo que Buenos Aires no solo es tango y buena gastronomía, sino también un hub de innovación, un foro de negocios, un epicentro donde se cocinan las ideas que moverán el mañana. Es potenciar nuestra «marca ciudad», ese intangible tan valioso que atrae inversiones, talento y prestigio.
Claro que un proyecto de esta magnitud exige una visión integral. No se trata solo de construir un edificio imponente. Se trata de pensar la ciudad que lo rodeará: accesos fluidos con transporte público eficiente, una oferta hotelera diversa y de calidad, estacionamientos que no conviertan la llegada en una odisea, y un entorno urbano que invite al encuentro y al disfrute. Es, en definitiva, una oportunidad para repensar y mejorar una porción de nuestra urbe, generando un legado que disfrutarán todos los porteños.
Las proyecciones son claras: podríamos sumar decenas de eventos internacionales y nacionales de gran calado al año, atrayendo a miles de visitantes adicionales. Esto no es una quimera, es el resultado lógico de contar con la infraestructura adecuada, como lo demuestran innumerables ciudades que han hecho esta apuesta y hoy cosechan sus frutos.
La disyuntiva es clara: o nos conformamos con un rol secundario en el competitivo mundo de los eventos internacionales, viendo cómo otras ciudades nos adelantan, o tomamos la decisión estratégica de invertir en nuestro futuro, construyendo no solo un centro de exposiciones, sino un símbolo de la Buenos Aires que queremos ser.
El momento de la decisión es ahora. Dejar pasar esta oportunidad sería una miopía histórica con costos demasiado altos. Buenos Aires tiene la gran reputación basada en lo hecho hasta ahora, el potencial, la creatividad y el capital humano. Solo falta la audacia y la visión para dar el salto y construir esa plataforma que nos proyecte, definitivamente, como una de las grandes capitales de eventos del siglo XXI. La pregunta no es si podemos, sino si nos atreveremos a hacerlo.