Reconocer que el sufrimiento ajeno nos afecta es admitir una realidad que no queremos ver: en un universo regido por el azar, nadie está permanentemente a salvo.
La solidaridad es un sentimiento noble, un reflejo de humanidad que nos hace reaccionar ante la desgracia ajena. Es, en esencia, lo que nos permite vivir en comunidad, saber que, cuando el otro cae, hay manos dispuestas a levantarlo. Pero, ¿por qué esa solidaridad es tan fugaz? ¿Por qué solo se activa ante la tragedia inmediata y se apaga cuando la emergencia deja de ser noticia?
Lo vimos hace unos meses nomás con las inundaciones en Bahía Blanca, Argentina. La respuesta de la sociedad fue inmediata, conmovedora. Donaciones, voluntarios, asistencia. Una comunidad entera movilizada por el dolor de los otros. Pero, cuando las aguas bajen y la ciudad se recomponga, Ese que perdió su casa, volverá a ser un vago que no trabaja. Esa que necesitó ayuda para alimentar a sus hijos, pasará de ser una víctima de la tormenta a una planera mantenida con la nuestra. Y así, de la noche a la mañana, la empatía se evapora.
Es como si la tragedia dignificara al más humilde solo por un rato. Cuando el desastre golpea con fuerza, se nos permite mirarlo con compasión. Pero cuando la emergencia pasa, volvemos a la comodidad de nuestros prejuicios. Pobreza vuelve a ser sinónimo de delincuencia, de vagancia, de decadencia moral. Y la solidaridad, que fue bandera por unos días, se guarda hasta la próxima catástrofe.
Es que ayudar en una emergencia nos da una sensación inmediata de «haber hecho algo bueno» sin necesidad de cuestionar el sistema. Pero la pobreza no es una tormenta pasajera, es una realidad estructural. Y mientras la veamos como una condición ajena, como algo que pasa «a otros» y que solo nos interpela cuando, por ejemplo, se vuelve tragedia, seguiremos condenando a millones de personas a la indiferencia.
La solidaridad no debería ser un acto esporádico, sino una posición permanente. Porque si podemos conmovernos cuando la naturaleza golpea, también deberíamos ser capaces de ver y actuar ante el sufrimiento cotidiano de quienes no tienen techo, comida o acceso a oportunidades. De lo contrario, lo nuestro no es solidaridad. Es solo un alivio momentáneo a nuestra propia conciencia.