Política

FRANCISCO, EL ÚLTIMO MURO CONTRA LA INHUMANIDAD

(Un papa para los nadie en el ocaso del capitalismo salvaje)

El mundo se enteró por un tuit. «El Santo Padre ha fallecido», decía la cuenta oficial del Vaticano, mientras en las pantallas de la Bolsa de Nueva York seguían corriendo los números verdes y rojos, indiferentes. Así murió Francisco: sin algoritmos de luto, sin hashtags corporativos, sin que los mercados temblaran. Murió como vivió: como una piedra en el zapato del poder.

Occidente ya no llora papas. Lo hace con reinas de reality shows, con influencers caídos en live, con CEOs de Silicon Valley que prometieron vida eterna y murieron de un infarto a los cuarenta. Pero Francisco no encajaba en ese circo. Fue el pontífice que le lavó los pies a migrantes, que llamó «pecado» a la especulación financiera, que le habló a los pueblos originarios antes que a los banqueros. Y por eso, en este 2025 de derechas globalizadas y humanidad en liquidación, su muerte duele distinto: no es el fin de un hombre, sino de el último gran relato de resistencia institucional.

El Papa que no quiso ser emperador

Mientras las iglesias evangélicas bendecían tanques en Ucrania y los megapastores vendían «oración NFTs», Francisco seguía hablando de «los descartados». Lo hizo hasta el último día, cuando —según rumores— rechazó un entierro en la Basílica de San Pedro para que su féretro pasara primero por un comedor popular en Buenos Aires. «Que me velen donde velan a los pobres», habría dicho. El Vaticano lo negó, claro. Pero la anécdota, real o no, resume su legado: una Iglesia que eligió ser refugio en vez de palacio.

Hoy, cuando el capitalismo terminó de divorciarse de toda ética —con IA reemplazando trabajadores, con fronteras que se abren solo para el capital y se cierran para los hambrientos—, su voz era incómoda. Mientras Elon Musk privatizaba el agua en Marte y Giorgia Meloni deportaba africanos con drones, Francisco seguía citando a Foucault y a los teólogos de la liberación. «Este sistema mata», repetía. Y lo decía desde el púlpito más grande del mundo, ante la sordera de los mismos cardenales que conspiraban para silenciarlo.

Las semillas en el desierto

Naomi Klein escribió en Esto lo cambia todo que las crisis climáticas y sociales solo se frenan con «poder popular en estado salvaje». Francisco lo entendió: por eso alió a curas villeros, a monjas feministas, a jóvenes que ocupaban iglesias vacías para convertirlas en talleres de impresión 3D de prótesis para discapacitados. Su mayor herejía fue creer que la Iglesia podía ser un sindicato de los invisibles.

Ahora que ya no está, las derechas celebran en privado. Sin su voz, el catolicismo será más dócil a los poderes fácticos. Pero como él mismo dijo en una de sus últimas homilías: «Dios no está en los altares dorados, sino en las grietas». Y ahí, en las grietas, quedan sus herederos: las comunidades zapatistas que hackearon bancos para redistribuir dinero, las cooperativas que cultivan alimentos en terrenos fiscales, las Naomi Kleins que siguen documentando cómo el capitalismo devora hasta el oxígeno y sigue pidiendo más.

Epitafio para un hereje necesario

En la plaza de San Pedro, turistas se sacan selfis con el féretro. En Wall Street, ningún minuto de silencio. Pero en una villa miseria de Lima, un cartel pintado a mano lo define mejor: «Gracias, Pancho. Nos quedamos sin papa, pero no sin lucha».

Francisco murió. Su desafío, no.


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